Discurso de Romina Picolotti

Entrega del Premio Sofía

OSLO – 15 de junio, 2006

(Original)

 

Hoy hace exactamente tres meses, una mañana de pleno verano, me encontraba escribiendo cuando sonó el teléfono. Desde el otro lado de la línea me anunciaban desde esta bonita ciudad de Oslo que había sido galardonada con el Premio Sofía.

Mi asombro fue tal, no lo podía creer, aun hoy me cuesta hacerlo.

Luego vendría el anuncio oficial y con ello la reiteración de los medios informativos, nacionales e internacionales, que ameritan este prestigioso premio.

Ya no había lugar para la incredulidad pero sí para el asombro. Haberme escogido, entre tantos calificados nominados, parecía más bien un designio, un hechomágico tal vez.

Lo cierto es que todo ello aconteció con vértigo arrollador.

Y hoy estoy aquí, ante ustedes, con el mismo temblor de piernas, con la misma emoción.

La alusión al Mundo de Sofía, a Sofía, es inevitable.

Este libro de Jostein Gaarder me acompañó en una de las aventuras más intensas y queridas de mi vida. Mi padre me lo regaló en 1995 antes de partir a Camboya, donde trabajé dos años en la reconstrucción del poder judicial.

Sofía representa de algún modo las preocupaciones existenciales que nos inquietan, y es sin duda la búsqueda incesante de respuestas a las mismas, la razón de que hoy ustedes y yo nos encontremos.

Quisiera aprovechar esta oportunidad única para transmitirles, en síntesis, mis pensamientos relacionados con mi lucha, es decir la defensa del medio ambiente desde una perspectiva de derechos humanos.

Sabido es, que en toda lucha, en toda acción, subyace una idea que la origina, la motiva. De allí, que no se conciba sin ella.

Estoy aludiendo al accionar pensado.

Llevado ello a la acción específica, a la lucha en favor de esta causa: la defensa del medio ambiente vinculada a los derechos humanos, en momentos difíciles, cuando uno duda de sus fuerzas, he reflexionado una y otra vez con el corazón en la mano cual ha sido la idea que ha impulsado mi accionar.

Y he llegado a la conclusión, cuya síntesis expondré aquí por primera vez, que consiste en lo siguiente:

En el lenguaje habitual, cuando aludimos al Planeta Tierra, decimos que se trata de «nuestro» planeta, que este nos pertenece, y que como tal tenemos derechos sobre el mismo.

Ahora bien, cuando aludimos a las demás especies vivas que lo habitan, decimos que las mismas pertenecen al Planeta Tierra. A nadie se le ocurre decir que el mar pertenece al pez; que la selva pertenece al león. Por el contrario, afirmamos siempre que el pez pertenece al mar, el león a la selva, el oso blanco al ártico y no este al oso.

¿Por qué entonces cuando se trata del hombre afirmamos que la Tierra le pertenece y no a la inversa; es decir que nosotros pertenecemos a ella?

Y esto, que parece un simple juego de palabras no lo es tal. Toda vez que del mismo derivan consecuencias jurídicas diametralmente opuestas. Si el Planeta nos pertenece, tenemos derecho sobre el mismo. En cambio, si nosotros pertenecemos al Planeta, lo que tenemos son obligaciones hacia el mismo. Y aquí, la importancia de los conceptos, las consecuencias jurídicas de ambos enfoques resultan trascendentes.

Sin duda, si nosotros pertenecemos al Planeta no tenemos sobre el mismo más que el derecho a habitarlo tal como las demás especies. Habitarlo, con la consiguiente obligación inexcusable de preservar ese hábitat.

Trasladado este concepto al Reino Animal, como presupuesto categórico, podemos comprobar que éste al que suponemos de inteligencia inferior, y sin duda lo es, naturalmente utiliza el hábitat, que el Planeta generosamente le brinda, respetando y preservando el medio ambiente, sin causarle daño alguno.

Cuesta imaginar, siquiera a cualquier ser vivo fuera del hombre destruyendo su hábitat natural. El pez contaminando al océano, el cóndor a la montaña.

Sólo el hombre es capaz de tal desatino.

Y ello se debe, pienso, a la errónea apreciación que tenemos sobre el concepto de pertenencia cuando aludimos al Planeta Tierra.

El Jefe See-at-la, un líder indígena del Continente Norteamericano, elocuentemente argumentó hace más de un siglo, ante el hombre blanco invasor y despilfarrador, el hecho que el ser humano no puede ser concebido independientemente del medio ambiente sino que conforma con él un todo. Es por ello que la defensa del ser humano, de su dignidad, de sus derechos humanos inevitablemente implica la defensa de la Tierra. Y la defensa de la Tierra es la defensa del ser humano.

Si continuamos destruyendo los recursos vitales que nos brinda el Planeta, desconociendo nuestra pertenencia, solo podemos esperar verdaderas catástrofes sociales.

Es preciso aprehender e internalizar que la vida del ser humano depende de la naturaleza y no de su poder mental. Suponer lo contrario y actuar en consecuencia significa transitar alocadamente un círculo de infinitas contradicciones.

Hemos fundamentado nuestra existencia en sistemas sociales que promueven el despilfarro masivo. Malgastamos millones de dólares para satisfacer la vanidad humana. Pero no invertimos lo suficiente en reemplazar sistemas de producción y de consumo que serían menos nocivos al Planeta Tierra y con ello a las personas. En sólo unas décadas, en nuestro afán de consumo extremo y confort superfluo, hemos contaminado y estamos contaminando el Planeta a un ritmo vertiginoso, en una magnitud tal que ponemos en riesgo nuestra propia existencia.

Estos sistemas sociales cuya esencia es el despilfarro sólo pueden mantenerse en el tiempo mediante la explotación irracional de recursos naturales aportados principalmente por los países pobres.

Y así las cosas, la paradoja es inevitable. El abismo que separa hoy a ciudadanos que acceden a los beneficios de esta explotación de los que no, es tal, que pareciera que la humanidad estuviera constituida por más de una especie.

Mientras miles de millones de seres humanos, vedado su acceso a los preciados recursos naturales que los rodean, mueren de hambre, contaminados, sedientos, otros miles mueren de hambre espiritual, sedientos de auténtica cultura y contaminados por el consumo superfluo. La humanidad se debate así en medio de la ansiedad y la miseria.

¿Qué hacer frente a este escenario? Sin duda no podemos quedarnos de brazos cruzados, hay demasiado en juego. “A la irracionalidad del suicidio colectivo debemos responder con la racionalidad del deseo de supervivencia”.

Semejante desafío requiere de la acción conjunta, solidaria y coordinada. Debemos elevarnos por encima de los intereses mezquinos. Es preciso, en virtud de la urgencia, actuar ya.

Para comenzar debemos aprehender que no podemos reemplazar a la naturaleza, que la tecnología no es la respuesta ni la solución; es sólo una herramienta que nos ayuda en el camino, y que la felicidad y el éxito que fascina e idolatra el occidente no depende de cuánto tengo sino de lo que soy capaz de aportar a la humanidad.

Seremos exitosos en la medida en que les dejemos a nuestros hijos un mundo mejor, socialmente más justo y naturalmente más habitable. Seremos felices si nuestros nietos podrán nadar sin temor en los mismos ríos y lagos en los que nosotros hemos nadado.

Ahora bien, este accionar necesario tanto por parte del ciudadano como por parte del Estado y por el empresariado, no puede realizarse al margen del derecho, sencillamente porque es este el medio que hemos elegido para relacionarnos, para convivir. En la cúspide de la pirámide normativa se encuentra el derecho de los derechos humanos y es este, no otro el que debe guiar nuestra acción. Debemos interpretar y exigir los derechos humanos en conexión con el ambiente. Así por ejemplo el derecho humano a la salud no se reduce a acceso a medicamentos o a asistencia médica, sino que implica habitar en un ambiente sano y tener acceso al agua potable. El derecho a la alimentación no se reduce a entregar un plato de comida a un campesino hambriento sino que significa garantizarle el acceso a la tierra y el uso sustentable de la misma.

Recordemos siempre que el hombre pertenece a la Tierra y no esta al hombre.

La protección del ambiente en el marco jurídico de los derechos humanos significa límites. Ni los ciudadanos, ni las empresas, ni los Estados tenemos un margen de acción indefinido o solo ajustado a cuestiones económicas, muy por el contrario, todo el accionar público o privado está legalmente condicionado al pleno respeto de los derechos humanos. Esto quiere decir que las políticas públicas y las políticas empresarias deben tener fundamentos de equidad, deben propender a la dignidad de las personas, al respeto de las culturas y a la protección del ambiente. Las políticas públicas y privadas deben integrar todos estos elementos.

El desarrollo no es tal si no reduce la pobreza y si no procura la protección actual y futura de los recursos naturales y culturales. Para ello, es obligación inexcusable del Estado y del sector privado incluir todo proceso de desarrollo en un marco de derechos humanos, que reconoce que la gente necesita trabajo y oportunidades económicas, pero no a expensas del aire que respiran, la biodiversidad de la que gozan o la cultura que valoran.

Derechos humanos y Ambiente en sectores pobres significa nada más y nada menos que acceso al agua potable, a la tierra, al agua de riego, al aire limpio, a servicios públicos ambientales básicos como cloacas y recolección de basura. A cada una de estas carencias le corresponde un derecho humano; el derecho humano a la alimentación, a la salud, a la identidad, a la vida en condiciones de dignidad.

En el Centro de Derechos Humanos y Ambiente, la ONG de la cual soy fundadora, trabajamos todos los días para revertir esta situación de desigualdad socio-ambiental, promoviendo la visibilidad de las victimas de la degradación ambiental como víctimas de violaciones de derechos humanos, exigiendo el respeto de los derechos humanos de niños contaminados y fomentando políticas públicas socio ambientales que distribuyan equitativamente la carga ambiental y el acceso a los servicios públicos ambientales.

La degradación ambiental tiene consecuencias, una de ellas es la violación de derechos humanos de aquellas personas victimas de esta degradación. Nos hemos acostumbrado a convivir con la crisis ambiental como si ésta fuera una consecuencia ineludible del «progreso». Esta visión errónea no sólo ha eliminado cualquier actitud crítica hacia nuestra forma de desarrollo y al comportamiento estatal y empresarial en este sentido, sino que también ha asegurado una casi absoluta impunidad a los grandes contaminadores, que por esta causa son responsables de violaciones de derechos humanos.

La crisis ambiental ha irrumpido en la vida actual provocando graves conflictos y una total transformación del tejido social. La violación a los derechos humanos por causas ambientales es severa y colectiva: el desplazamiento forzoso de personas, la agudización de la pobreza, la erosión cultural y lingüística, la inseguridad alimentaria, la imposibilidad de acceso al agua potable y la escalada de conflictos violentos son algunas de las manifestaciones de estas violaciones.

Por este motivo, el tratamiento de “lo ambiental” desde el Estado, no puede limitarse a las acciones de un Ministerio o Agencia específica, por el contrario involucra varios aspectos de las políticas estatales y del sector privado, y es absolutamente inseparable del acontecer económico y social.

Que hacer?

Como ciudadanos debemos reducir nuestro consumo al mínimo, reemplazar el ocio del consumo por la educación y la tertulia. Invertir solo en aquellas empresas que se esfuerzan por respetar a las personas y al ambiente.

Las empresas, deben ser concientes, medir, y reducir el impacto social y ambiental de su producción, actuando siempre en conformidad con sus obligaciones nacionales e internacionales, con respeto por los derechos humanos, por el derecho internacional ambiental, y deben respetar los crecientes y diversos estándares de responsabilidad empresaria que las gobiernan. Las empresas deben evitar las políticas de doble Standard, siempre buscando la protección y el cumplimiento del más alto nivel de protección y estándares universales en normativa ambiental y social.

Desde el Estado, las políticas ambientales deben poseer un importante contenido social. El Ministerio de Ambiente no puede actuar aislado de Salud, de Economía, de Desarrollo Social, de Relaciones Exteriores. Así el Ministerio de Ambiente debe poseer un área específica destinada a Salud Ambiental que deberá atender todo lo relacionado con enfermedades de origen ambiental, una área destinada a Ambiente y Empresas que además del monitoreo debe ofrecer incentivos para fomentar la producción limpia y la reconversión de tecnologías obsoletas contaminantes. Es fundamental que el Estado garantice desde el sector corporativo el pleno respeto de los derechos humanos de trabajadores y de comunidades impactadas. Esto a veces puede implicar que se tengan que tomar decisiones difíciles de limitar el accionar corporativo si no cumple con el derecho vigente.

El Estado también debe asegurar que su Ministerio Social, en colaboración con el Ministerio Ambiental, atienda las necesidades ambientales de los sectores más vulnerables de la sociedad. Estas tareas deben ser coordinadas con los otros ministerios que dispongan sobre recursos naturales o cuyas actividades comprometan el ambiente.

Las políticas públicas, las acciones individuales y las acciones del sector empresarial, tomadas colectivamente son el reflejo de nuestra voluntad e ideología social. A través de estas acciones administramos nuestros recursos, fijamos nuestras prioridades, y dibujamos nuestro destino.

En un marco de derechos humanos, el Estado, los empresarios y los ciudadanos tenemos la obligación de actuar respetando la naturaleza y a aquellos que la habitan, no como gracias concedidas al prójimo sino porque tenemos la obligación jurídica de hacerlo.

Como contrapartida del incumplimiento de esta obligación legal, las personas afectadas debemos tener la posibilidad de recurrir a un juez para demandar el cumplimiento de esta obligación. Sin acceso a la justicia para exigir la vigencia de nuestros derechos humanos frente a la degradación ambiental nuestros esfuerzos se diluyen.

Juntos, debemos abrazar a los derechos humanos, debemos abrazar al ambiente y trabajar juntos para lograr un mundo más sustentable.

Quisiera agradecer a los autores del premio Sofía, Jostein Gaarder y su esposa, al jurado, que pusiera su mirada en esta simple mujer de un lejano país, la Argentina, mi suave patria. A Noruega y a su gente, que con tanta calidez nos ha recibido a mí, a mi esposo, a mis hijos, a mi hermano y mis padres a quienes estoy profundamente agradecida por su permanente apoyo. Quiero agradecer especialmente a todas las almas positivas que han pasado por CEDHA, la fundación a la que pertenezco, mi sueño, quienes han brindado y compartido lo mejor de sí, su energía positiva, y su compromiso social para proteger el ambiente y los derechos humanos. Sin duda este premio nos pertenece a todos.

Debo agradecer especialmente a Durwood Zaelke, que no solo me nominó para este premio sino que ha sido una inspiración para mí, un modelo a seguir, y siempre me ha apoyado y guiado desinteresadamente en momentos claves de esta larga aventura.

A todos ellos, también abuela, muchas gracias.

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